Domi del Postigo
¡No hace frío!. El invierno de Málaga es el más templado de occidente, ¡y mira que ha llovido!...
Rubén Darío, el gran poeta modernista, enamorado de nuestra tierra escribió, sorprendido:
“Junto a la uva deliciosa del país, cuya fama es universal; y junto a las doradas naranjas dulcísimas,
se ve la americana chirimoya y la misma caña de azúcar; y la banana que han brotado en este suelo
malagueño, al amor de su clima tropical”.
Y esto es así desde mucho antes de que aquellos fenicios, procedentes de Tiro, hace 2.500 años,
fundaran en nuestra ciudad una factoría para comerciar con otros pueblos. Decía Estrabón que le
asignaron el nombre de MALAKA, que quiere decir Reina del Mediterráneo. Y en algunas
excavaciones arqueológicas se han encontrado monedas de cobre y bronce que llevan el nombre de
MALAKA en un lado, y en el otro la figura de Venus-Afrodita y la palabra “Sems” y una estrella, que
era el nombre que los fenicios daban al sol, su dios.
Málaga, que en el inicio fuera púnica, quizá tartésica, es una ciudad de aluvión, una inmensa playa
que un día soñó con ser patria de aquellos que recalaban de paso en el brazo húmedo de su costa, y se
quedaban para siempre; una ciudad del paraíso colonizada por griegos, cartagineses y romanos,
invadida por los visigodos, conquistada por los árabes y, desde el catorce de agosto de 1487, por la
gracia o desgracia de los Reyes Católicos, una ciudad castellana.
Aquella Málaga, por tanto, siempre ha sido la más templada, siempre mediterránea, siempre costa del
sol, siempre Venus, siempre Afrodita. Una Málaga acogedora, cálida matriz amante de civilizaciones,
caleta sensual de piernas abiertas a las fálicas quillas de los barcos de la Historia. Femenina hasta en
los contornos aflamencados que hoy tiene su faro, que para nosotros es “la Farola”. Mujer en sus
mujeres, a las que la literatura, quizá algo machista en nuestro tiempo, pero sin duda atinada, de Pedro
Antonio de Alarcón destacaba así:
“...lo más notable de Málaga son las malagueñas. Ni en Sevilla, ni en Córdoba, ni en Cádiz, donde la
gracia afluye a borbotones de todos los labios, causan tanto asombro los donaires de conversación,
particularmente en la clase baja: ¡Qué ingenio tan pintoresco! ¡Qué pulcritud en sus discursos! ¡Qué chiste en
lo calificativo! ¡Qué expresión en sus gestos y ademanes! ¡Qué maestría en hacer lo blanco negro! ¡Qué arte
para pasar de lo patético a lo jocoso y viceversa! ¡Qué salidas! ¡Qué requiebros!...
Con todos estos apuntes, no es de extrañar que en un terreno tan propicio: templanza de clima, gracia
natural, mezcla de culturas, puerto mediterráneo..., ese tremendo festival de la carne que pretende
pintar de colores el gris de cada invierno tenga en Málaga una de sus más antigüas cunas. Sí, porque
el Carnaval de Málaga es uno de los más antigüos de la historia reciente. Y no me refiero al Carnaval
en el mundo, con su sentido antigüo de celebración de los ciclos naturales. Ni a aquellos magníficos
“cachondeos” festivos dedicados al Dios del vino y del placer: Bacanales, Lupercales o Saturnales,
griegas y romanas, donde durante unos días se abolía hasta la esclavitud, (en esos días no había ni
sacerdotes ni pobres ni ricos, con la máscara puesta todos se igualaban). No. Ni me refiero a esa
dialéctica divina-pagana de Don Carnal y Doña Cuaresma, curiosamente escrito por un clérigo en el
Libro del Buen Amor: el Arcipreste de Hita, que parece que todo escribiente del Carnaval está
obligado a nombrar. No. Porque si bien todo eso, y algún apunte erudito más es el espíritu histórico
del Carnaval, yo estoy aquí para pregonar el Carnaval malagueño:
Aquel, del que hay documentación en el archivo de nuestro Ayuntamiento, alguna de 1833 regulando
los bailes de máscaras, que se encargaba de organizar entonces una Asociación llamada “El
Despiporre”.
Aquel, que se refleja en una fotografía de prensa del año 1888 de una comparsa que se hacía llamar
“Bandidos Sevillanos” (¡y es que en esta ciudad siempre estamos con lo mismo!).
Aquel, que derrochaba alegría y arrojo en una Málaga que llamó al Teatro Príncipe Alfonso, Teatro de
la Libertad en 1868, aunque ardiera un año después. -Estoy hablando del actual Teatro Cervantes,
cuyas bambalinas han visto tanto; y en cuyo escenario los malagueños han visto tan poco, y que
deberían visitar más.
Aquel Carnaval que el franquismo derrotó, y dejó reducido a un único y cerrado Baile de Máscaras, o
de la Prensa, (este año recuperado como una actividad más por iniciativa del nuevo presidente de la
Fundación).
Un Carnaval que asoma la cabeza en 1979 con dos murgas “Los Maomas sin H” y “Claudio y sus
Senadores”, nacidas de algo tan malagueño como las peñas de baño, a quienes nunca se lo
agradeceremos bastante.
Y desde entonces hasta ahora, hablo de un Carnaval que, unos años más orientado, otros años menos,
ya existe en Málaga, ¡por fin!, otra vez.
¡MÁLAGA!..., y cuando digo Málaga os hablo a vosotros, a quien quiera escuchar y que se sienta
“alguien”, y no sólo parte de una masa fácilmente manipulable; que junto a otros sentimos y
respiramos esta ciudad. Por lo tanto, y por favor, contestadme; decidme “¿Qué?” cuando os llame,
porque “el Domi” no es nadie para pregonaros el Carnaval si no quereis escucharle...:
¡MALAGA!..., tenemos todos los condicionantes para celebrar el Carnaval más alegre del mundo.
Que no nos dé vergüenza hacerlo. A la vergüenza le pasa como al colesterol, que “hay uno bueno y
otro malo”. La vergüenza mala hay que perderla. Esa timidez que se aterra ante el ridículo, esa
moralina feroz que atenaza el sano ejercicio de la libertad, esa actitud comodona de “aquí me las den
todas” que “a mí no me gusta señalarme”,... de esa vergüenza cobarde que nos iguala a todos con la
callada por respuesta, que nos convierte en víctimas protagonistas de nuestro propio “silencio de los
corderos”; de ésa el Carnaval tiene muy poca, porque EL CARNAVAL TIENE MUY POCA
VERGÜENZA. Sí, pero tiene educación. El Carnaval recupera cada invierno el sentido del humor, lo
reivindica. Y quien pierde el sentido del humor, acaba perdiendo la educación, y lo que es peor:
genera violencia: en una riña frente a un semáforo, en la cola de Hacienda, o cuando alguien cruza la
calle un lunes o un jueves santo y está pasando el Cautivo o la Esperanza (que son símbolo de los
tronos malagueños, aunque no se sea cofrade).
¡MALAGA!..., el Carnaval es un atentado con coche bomba contra la rutina!, que es para lo único que
deberían utilizarse. Nuestro Carnaval es Mediterráneo: un mar de paz. Nosotros no hacemos las
guerras, a nosotros las guerras nos las hacen. El Carnaval no cree en las armas, y las letras de sus
coplillas son tan corrosivas como el zumo de limón: escuecen un poco, pero desinfectan. En Carnaval
se impone el chiste frente a la sentencia, la broma frente al “vocinazo”, la crítica inteligente frente a la
injusticia, la ALEGRIA tienta al absurdo cotidiano. ¿Dónde, si no, podemos dar rienda suelta a la
risa?. En Semana Santa reírse es pecado. En Feria, criticarla es tirarnos piedras encima. En la
Cabalgata, no se puede decir que los reyes llegaron una hora tarde, para no ensombrecer la sonrisa
congelada de los niños que esperaban ateridos al puerto. Ni que la carroza del primer rey mago
parecía diseñada por los fabricantes del “todo a cien”. ¿DONDE, entonces, está la llave que abra de
par en par nuestro sano usufructo de la Libertad frente a lo establecido?:
EN EL ARTISTICO DERECHO AL PATALEO DEL QUE HACE USO EL CARNAVAL
¡MALAGA!..., en el Carnaval no valen los complejos. Al malagueño y a la malagueña nos sobre
zalamería para seducir, y la máscara es el arte de la seducción. De nada sirven siliconas, ni hilos de
oro, ni narices “arreglás”. EN CARNAVAL NO SE VE SINO CON EL CORAZON, como dijo el
zorro a aquel travieso principito que todos, niños o niñas, fuimos un día y que el Carnaval nos ayuda a
recordar que aún llevamos dentro. Además, la máscara no oculta nada más que el rostro, pero deja
desnudos los ojos, las miradas, poderosas como dagas que se clavan, pero que nunca hacen sangre.
¡PONTE LA MASCARA Y QUITATE ESA CARA DE TODOS LOS DIAS!.
¡MALAGA!..., a nuestra ciudad nos la han machacado, nos la han ido dejando en jirones urbanísticos
de sí misma. También los malagueños tenemos culpa. A veces parece que no nos importa nada de lo
que decidan los demás sobre ella. Ante actuaciones monstruosas, pseudomodemistas, especulativas o
megalómanas que desgarran el escaso espíritu cohesionador de la ciudad, nos quedamos más quietos
que el monolito a Torrijos en la Plaza de la Merced (a propósito, qué arboles más maravillosos tenía
aquella plaza cuando era Romántica, y en su suelo de tijera jugaban los niños sin romperse las rodillas
contra el pulcro cementado de diseño que tiene hoy). En desagravio, ¡vamos a vestir la ciudad con
nosotros mismos, con la alegría del Carnaval!; ¡vamos a pintarla con los colores de nuestros disfraces
y de nuestras risas!. Si el Carnaval no toma la calle del templado invierno malagueño, no es un
verdadero Carnaval. Hagamos de Málaga un gran “arlequino” de la Comedia del Arte, -como vistió a
Pablito su padre PICASSO, para pintarlo-, que tenga las pantorrillas mojadas en el puerto y la cabeza
en Fuenteolletas, con un brazo estirado hacia las playas de El Palo y el otro hasta la carretera de
Cádiz. Cádiz, otro lugar de la alegría. Porque la alegría no tiene nacionalidad, no es gaditana ni
malagueña. Pero el Carnaval, sí. Y MÁLAGA ESTÁ HACIENDO EL SUYO. Sin necesidad de mirar
otros, porque las ciudades que defienden sus fiestas y tradiciones comparándolas a las de otro lugar,
ponen en evidencia sus complejos, ¡Y MÁLAGA NO TIENE MOTIVOS PARA SER UNA CIUDAD
ACOMPLEJADA!.
Y ahora. MÁLAGA, ¡a vivir el Carnaval!. Todos juntos como siempre, ciudad abierta y hospitalaria,
malagueños, con una sola bandera, como dijo el poeta: DEFENDER LA ALEGRIA, por sí, con la
inteligencia y la imaginación como únicas armas. Eso es lo único que no nos podrán prohibir jamás.
A lo mejor un día en el escudo de la ciudad, bajo una mascarita de Carnaval, reza: LA PRIMERA EN
DEFENDER LA ALEGRIA, al igual que Málaga fue LA PRIMERA EN EL PELIGRO DE LA
LIBERTAD...
¡ESO ES CARNAVAL!